Viajar liviano, para tener espacio para llenar la mochila de recuerdos... Latir y dejar que cada impulso nos lleve como la brújula de Sparrow, a cumplir los deseos más profundos de nuestro corazón. Descubrir y descubrirnos, es esta la experiencia.

Donde empieza el Paraíso.

Tandil, Buenos Aires, Argentina.

Tandil es el paraíso de los alpinistas regordetes. Para hacer cima en una de sus sierras no es necesario tener largas cuerdas, o acampar a mitad de la montaña bajo un viento helado. Tandil tiene las sierras más bajas del continente. Por ende las más antiguas, lo que hace que los tandilenses se sientan orgullosos. Tiene varias cosas que uno no puede dejar de hacer en Tandil. Escalar un cerro, cualuiqera que sea. Tener una foto de la piedra movediza. O tocarles las manos a Sancho y al Quijote. Gastronómicamente tiene fábricas de alfajores, como la mayoría de los sitios turísticos. Pero no hace la diferencia por sus alfajores, la hace por sus quesos y sus fiambres. Únicos. Un sabor que no se puede describir, hay que probarlos para sentir la necesidad de volver cuando la última feta se termina. Y con qué vamos a cortar ese fiambre, si no es con los mejores cuchillos. Un cuchillo tandilense, dicen los conocedores de la materia, es una herramienta, un compañero que tiene en su alma el mejor acero del país hecho con las mejores forjas. Porque tienen en su ciudad un pasado de picapedreros, y de industriales. La industria de acero era tan fuerte que muchas partes de motores de vehículos que aun circulan por las rutas del mundo fueron hechas en fundiciones de Tandil. Por eso, un cuchillo, una olla, o una provoletera de Tandil son los más representativos souvenires que nos podemos traer. La gente es amena, campechana. Es como estar en casa. La ciudad está entre pendientes. Tiene curvas que hacen que uno se enamore, subidas y bajadas tenues que a veces se vuelven temperamentalmente imposibles de subir. Es una montaña rusa clavada en el centro de pa Provincia de Buenos Aires. Es un camino largo de campos con girasoles en verano. Hasta las aves se pierden con el sol de Tandil. Y es cierto, los horneros no saben para donde poner la boca del nido porque todo el año tiene un microclima. Yo creo que cuando el conejo se enamoró de la Luna, como leí alguna vez en un cuento cuando era chico, trepó por la serranía tandilense para sentir más fuerte su reflejo. Acompañado de tordos, golondrinas, palomas y zorzales. Guiado por los habitantes de las sierras, los cuíses, los tatúes, y algún que otro perro. Tiene la cercanía del descanso y la belleza de las flores de los cactus que nacen solos entre las piedras. Tandil es un paisaje alto en el medio de la llanura. Un cordón bajo gastado por el viento que nace en la tierra para ir de camino a mojarse al mar cerca del las Sierras de los Padres. Una vez me dijeron ahí, que si Tandil tuviera mar sería perfecta. Tandil no necesita mar. Tandil tiene todo para ser Tandil sin envidiarle nada a nadie. Es el sueño de los alpinistas de baja montaña, esos que no trepamos una piedra y nos encanta el queso y el salame. Si alguna vez alguien pregunta dónde queda el paraíso, no sé que tan lejos está ni donde queda, pero estoy seguro de que empieza en Tandil.


A las puertas de la ciudad.

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