ROSA DEL DESIERTO
LA CAROLINA, San Luis, Argentina.
Mágico lugar donde las piedras más preciosas quedan en lo más profundo de uno en forma de recuerdos que nos deja el conocerlo. Así es La Carolina. Una pequeña población minera de San Luis, incluida en el circuito Turístico Nacional de Pueblos Auténticos de Argentina, que palpita al pie del cerro Tomolasta.
Sus calles empedradas con
lajas fueron colocadas a mano, en algunas intersecciones puede aún leerse el
nombre de los hombres que pusieron su cuerpo al servicio del progreso. Esto fue
lo primero que vimos al descender del colectivo que nos llevó directo desde la
capital, tras varias horas de viaje. Es que los 83 kilómetros que dista la
ciudad de San Luis, se vuelven cada vez más inhóspitos a medida que el camino
serpentea en la montaña sobre pastizales que a la puesta de sol, brillan como
oro entre collares de cercos de pirca, que aún se mantienen en pie vaya uno a
saber desde cuándo.
La gente es amable y la pausa,
que puede o no servir para tomarse un té, es un privilegio de este lugar que
vibra en su propio tempo. Solo el viento pasa apurado sobre el empedrado a la
hora de la siesta. Entre las calles donde se alzan edificaciones de adobe y
piedra; la pequeña Iglesia advocada a Ntra. Sra. Del Carmen destaca sobe una
escalinata. El tono ocre de su pintoresca fachada de piedra y ladrillos se
engalana con macetones que conducen al interior; pero las golondrinas de
estación con su alegre revolotear invitaban a continuar camino. Y a escasos
metros el Monumento al Minero nos recordó porque habíamos llegado hasta La
Carolina: la promesa de un “viaje al centro de la tierra” al mejor estilo Julio
Verne. Aunque no sería este el autor al que encontraríamos al pie del Tomolasta.
Al otro día, Alejandro y yo conocimos
el Museo de la Poesía que lleva el nombre del poeta Juan Crisóstomo Lafinur y
el Laberinto de Sol de Piedra construido en homenaje a Jorge Luis Borges,
sobrino bisnieto del anterior. Toda una sorpresa que no esperábamos encontrar. Los
restos de Lafinur reposan, tras ser repatriados desde Chile, bajo el mausoleo
con forma de ajedrez, ubicado junto al camino principal, justo delante del
acceso al Laberinto de Sol de Piedra. Y frente a estas construcciones, se
hallan aún restos de la que fuera la vivienda principal del escritor en su
juventud; el acceso es a través de un centro de interpretación que permite un
acercamiento a su obra así como la puesta en valor de escritores nacionales. Magnifica
puesta escoltada por esculturas de cabezas, obra del artista plástico Nicolás
Antonio Russo. Todo dentro del mismo predio del Museo de la Poesía, contando
con una madrina de lujo, como lo es María Kodama de Borges.
Al salir del predio, y a pesar
del escaso tiempo con el que contábamos antes de tomar la excursión que nos
llevaría a recorrer la mina abandonada del Tomolasta, no pudimos resistir la
tentación de adentrarnos en el Laberinto, donde con cada vuelta uno siente un
ascenso al Sol que finalmente encuentra grabado en el pequeño obelisco de su
centro. El resto fue volar sobre el camino de tierra desandando el camino
recorrido, pasando nuevamente frente a la fuente de piedra con la escultura del
puma que recuerda al animal en peligro de extinción, para llegar a tiempo al
lugar pactado para tomar la excursión que nos llevaría al centro de la tierra.
LA FIEBRE DEL ORO
Casco con luz y botas de agua
nos fueron suministrados por el guía de nuestra expedición a la mina de oro que
da fama al Tomolasta. Éramos veintinueve entre adultos y niños sin contar al
guía. Las excavaciones en la mina del cerro han sido concluidas, sin embargo,
es posible realizar el descenso por los túneles para vivir la experiencia que
antaño ha marcado la vida de los pobladores de la localidad.
No malgastar la luz del casto
y no tocar las paredes son algunas de las recomendaciones antes de ingresar. Tampoco
hay que hacer trampas usando los celulares para iluminar rompiendo la magia. Después,
lentamente la oscuridad envuelve, así como lo hace la boca del túnel por la
cual se ingresa a la mina. En la
penumbra a la que los ojos se acostumbran con marcada lentitud, lo que al
principio es roca, de a poco se vuelve una mezcla extraña con agua amarillenta
que viene silenciosa desde dentro del Tomolasta, casi como si sangrara por la
herida abierta por la mano del hombre. Caminar apoyando primero el talón y
luego la punta del pie afianzándose bien al suelo antes de dar el paso es la
forma de avanzar evitando resbalones. Imprescindible tener total control de los
movimientos de nuestros pies, cuando los ojos no pueden despegarse del techo y
las paredes que, mientras se estrechan en torno a nosotros a medida que
descendemos la profundidad, también comienzan a cambiar de color revelando
betas como carteles luminiscentes que resaltan sobre el fondo de la roca al
alumbrarlas con la luz de los cascos. “Circular con precaución” podría leerse
en algún lugar y el cartel no desentonaría. Pero no es el caso.
A medida que se avanzábamos
por el túnel, el guía nos contaba sobre la vida de los hombres que laboraban en
la mina, sus herramientas, sus vidas… todo parecía respirarse. En algunos
lugares, el agua brota del techo como gotero, agua pura, tan pura que la
experiencia es detenerse a tomar un vaso colocado allí para la degustación.
La paz es absoluta en el
húmedo y fresco interior del Tomolasta. Sobre el fin del recorrido, la
experiencia se tornó más que anecdótica, vital. Se nos pidió a todos que
apagáramos las luces de nuestros cascos, contando con la complicidad de los
valientes niños que iban en la expedición. Durante algunos segundos. Todo fue
una profunda y silenciosa oscuridad. La importancia de la luz en un contexto
tan sobrecogedor. La luz como sinónimo de vida. El guía nos habló del valor que
tenía para los mineros cuidar su luz, para hallar el camino de regreso a sus
casas en una época donde el problema no se hubiera solucionado con presionar un
interruptor. Es que para 1795, cuando fue fundada la localidad gracias al marqués
de Sobremonte y nombrada La Carolina en honor a
Carlos III de España; el Tomolasta estaba en el mismo lugar que hoy,
pero los recursos tecnológicos con los que los mineros contaban muy diferentes.
Realizar el camino de regreso no es menos impactante mientras nos acercamos al
punto de luz que anuncia la boca del túnel al exterior: se reencuentra uno con
la luz de una forma diferente para todo el viaje.
El llamado Río de Oro, por su
color amarillo donde se cuenta que los pirqueros que llegaban a montones
zarandeaban el agua en busca de la pepita que cambiara sus vidas; corre fresco
entre las rocas arrastrando historias y con ellas, una fiebre que ya pasó.
Después de devolver nuestros implementos,
nos hicimos una escapada hasta el Museo Minero. Allí, las herramientas reposan
contemplativas como si ellas fueran las que nos miran esperando ver alguna mano
experta que les devuelva el brillo, tal vez. Y entre ellas, las protagonistas:
rocas con nombres tan extraños como difíciles de recordar. Otras, acaso, más
conocidas, pero todas igual de impertinentes en su belleza: brillantes, opacas,
suaves, porosas, con betas o sin ellas, de formas caprichosas, inaccesibles a
simple mano en la naturaleza ocultas en las profundidades de la tierra, allí,
todas juntas expuestas luciendo con silenciosa coquetería sus atributos.
Algunas pueden adquirirse como recuerdo. Entonces, mientras Alejandro
conversaba con el cuidador, un ex minero, sobre los procesos de extracción y la
triste historia de un derrumbe que dejó varias víctimas y el cierre de los
túneles como consecuencia; vi una piedra
que captó en especial mi atención. Su principal atractivo es su forma: la rosa
del desierto o rosa de los vientos. Cristales superpuestos como pétalos que por
su forma, recuerdan la flor. Deleite sensorial. Volveríamos de allí a nuestro
hogar con la rosa de los vientos en la mano y la ruta a nuestro lugar en el
mundo para siempre marcada.
Comentarios
Publicar un comentario