QUEDARSE AL SOL DEDO PA´RRIBA.
Villa de la Quebrada, San Luis, Argentina.
En alguna ruta...
Provincia de San Luís, cerca de la ciudad puntana de Lujan
(no la misma Lujan de la
Provincia de Buenos Aires, otra Luján). El sol es una araña
incandescente en el centro de un cielo azul celeste, planchado, sin una sola nube
que sea fresca pintura renacentista. Delante solamente la ruta. Detrás también.
Y a los costados un monte seco de espinillos. En la piedra puntana que forma el
valle entre cerro y cerro hay un microclima. Un horno que no nos permite
respirar del calor. Pero uno no traspira o si lo hace no lo nota porque la
falta de humedad es tal que el sudor se evapora.
Ahí estábamos, cargadas las mochilas rumbo a una reserva
ecológica donde acampar, a la espera de un supuesto colectivo que en algún
momento nos va a levantar para dejarnos en la entrada. Caminando por el costado
de la ruta intransitada intentando hacer dedo. Hacerle dedo al viento, porque
otra cosa no nos iba a levantar esa tarde.
Con hormigas en el camino y la intrínseca posibilidad de ser
alérgicos, quedarse sentados a esperar a que algo pase y nos levante parece
peligroso, al menos sin un hospital cerca que nos ponga un decadrón.
Así que emprendimos la caminata bajo el sol sobre la ruta
serpenteante, llena de cuestas y de curvas. El propósito era dar pequeños
tramos. De aquí hasta ahí, hasta más allá, o hasta la próxima curva.
Perdido en el horizonte aparece un auto. Luego otro. Una
camioneta. Un camión. Más tarde un colectivo de larga distancia. A todos les
levantamos el dedito, y nos saludan, nos tocan bocina, nos hacen señas con las
luces. Pero ninguno para. Todos siguen de largo.
Seguimos caminando entonces.
No sabemos cuanto caminamos. Sabemos que tomamos buen ritmo
y que en algún momento íbamos a llegar a Luján (el Luján puntano). Pasó un
camión, ya no le hicimos dedo. No habría suerte esa tarde y estaba decidida la
caminata.
Habíamos salido de San Francisco del Monte de Oro rumbo a
Luján para conocer su reserva de flora y fauna. Nos dijeron que pasaba un
colectivo por la ruta, donde no hay ni garita, ni sombra y que cobraba unos
pocos pesos por llevarnos. De todas formas, caminar no era una opción viable,
sino mejor que hacer dedo y que alguien nos levantara.
En el Archivo y Museo Histórico de la Provincia de San Luís,
en la ciudad homónima conocimos a una de sus curadoras que nos habló de la
reserva y de la gran cantidad de aves que pueden vislumbrarse en toda la espesa
arboleda que es un punto verde entre tanta serranía empedrada. Con la
convicción firme y las baterías de la cámara en pleno marchábamos en esa
dirección, esperando ver la gran variedad de aves multicolores prometida.
Y hablábamos en la caminata por la ruta de eso mismo. De los
jotes, de las águilas, de los cóndores. No hablábamos del dedito acalambrado
que los automovilistas que surgían en el horizonte ignoraban. No hablábamos de
cocinarnos bajo el sol usando de bolsa para pollo nuestras propias mochilas
(pio pio pio). Hablábamos del entusiasmo. Y comenzamos a sacarnos fotos con los
carteles de la ruta, con los mojones, y con la ruta misma.
No sé, no podría asegurar cuantos kilómetros hicimos a pie
esa tarde, pero logramos lo que queríamos finalmente: De un costado del
horizonte apareció un techo de colectivo que se hizo mas visible a medida que
se acercaba. Entonces recuperamos nuestra dignidad inclaudicable bajo la
espesura del sol inquebrantable para hacerle dedo al colectivero, que no
parecía tener intenciones de frenar.
Estaba cerca, a menos de trescientos metros y venía fuerte.
Y nosotros, dos mamarrachos pidiendo por favor que parara alguien.
Doscientos metros y no sabíamos si frenaba o no. Era un
colectivo más de los cientos que ya nos habían dejado.
Cien metros y ocurrió el milagro: La lucecita amarilla del
lateral derecho debajo de la óptica comenzó a titilar. Y la rueda mordió la
banquina, pisó el pasto. Frenaba lentamente hasta detenerse frente a nosotros.
Abre la puerta. Nos gustaría contar que el colectivo era de
otro planeta, que estaba lleno de aventureros y de buscadores del oro de San
Luís. Pero era un colectivo común y
silvestre. Era, el colectivo que nos habían dicho que pasaba en San Francisco,
el que no quisimos esperar.
Tenía un chofer y un guarda. Cuando conseguimos subirnos y
sacarnos las mochilas, el guarda ya nos había preparado los boletos, que cortó
de un talonario y completó con la birome (SUBE fail). Nos cobró menos de lo que
habíamos averiguado que salía el pasaje. “Les cobro menos porque estamos
llegando a Nogolí”. Ya no estamos en San Francisco” dijo el hombre de la camisa
celeste (Dios, cuanto caminamos).
Cuando llegamos a Luján, el colectivo nos dejó en la entrada
del pueblo. Muuuuy lejos de la reserva donde veríamos las aves. Otra vez a
caminar con las mochilas a cuesta rumbo a las sierras. Caminamos unas diez
cuadras. No andaba un ala por las calles pero la gente se asomaba en las casas
para vernos pasar (dos tortugas con enormes caparazones a cuestas). Hasta que
no dimos más, La reserva estaba muy lejos y no había forma de llegar. Nos
quedamos tirados en un banco en una plaza que tropezamos. Ahí estábamos cuando
un auto pasó, y una señora se ofreció a llevarnos a nuestro destino, sin
haberle hecho seña alguna con el dedo. Era cosa de tocar fondo para poder
encontrar el rumbo hacia la superficie.
Cuando llegamos a la reserva, no todo fue como programamos
para poder acampar ahí, pero esa es otra historia.

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