Viajar liviano, para tener espacio para llenar la mochila de recuerdos... Latir y dejar que cada impulso nos lleve como la brújula de Sparrow, a cumplir los deseos más profundos de nuestro corazón. Descubrir y descubrirnos, es esta la experiencia.

Todos los caminos llevan a Quebec

Luján, provincia de San Luis, Argentina.


De las mejores cosas que te puede dar el camino, sin lugar a dudas deben contarse los tesoros que uno se va encontrando aquí y allá. Como el día que llegamos a Luján (San Luis) en busca de la reserva natural de la que nos habían hablado en el Museo de Historia en la capital.
Salimos de San Francisco del Monte de Oro con la certeza de que Luján sería, el punto más norte de la provincia que queríamos tocar en esta visita. Íbamos como cazadores de tesoros, buscando aves para fotografiar.
Nos ayudaba el saber que estábamos en la misma ruta turística y que no sería necesario volver a la capital (o ciudad como ellos le llaman) para tomar un cole que nos llevara.
No sabíamos exactamente si en esta ocasión habría, como en las anteriores, una estación de colectivos donde al menos tocaríamos andén para poder apearnos antes de que la Blanca Paloma saliera volando nuevamente. Así que por las dudas esperamos a ver qué pasaba mientras el cole se adentraba en el pequeño poblado; hasta que llegó a una plaza que rodeo para tomar de nuevo la calle rumbo a la salida del pueblo. En uno de los costados se dejaba ver una vieja Iglesia.


Tuve la firme convicción en ese mismo instante de que ya deberíamos habernos bajado. Y cuando nos encaminamos a la salida dando la vuelta, supe que no me equivocaba y teníamos que saltar del colectivo.
Nos bajaron frente a la boletería, en un edificio particular sin señas más sobresalientes que un pequeño ramillete de gente que sabía que ahí era la parada. El colectivo se abordaba ahí mismo, donde se compraba el boleto, según supimos. Y el sol ardía sobre nuestras cabezas cuando empezamos a caminar por la callecita polvorienta.
Preguntamos a algunos transeúntes por algún hostal para pasar la noche pero solo había uno y nos pareció algo caro para nuestro presupuesto así que decidimos apostar todo por tirar carpa en la reserva. Destino que según supimos, distaba unas diez cuadras más adelante hasta la plaza de la Iglesia, y de ahí unos 4km más adelante. Debo confesar que después de varias cuadras caminando, mire con intenso deseo la puerta del hostal por cuyo frente pasamos sin pena ni gloria, trague saliva, me acomodé el sombrero hasta las cejas y seguí caminando.
A nuestro paso, algunos niños curiosos se asomaban en plena hora de la siesta por las puertas abiertas a las calles vacías y se hablaban entre ellos haciendo señas en nuestra dirección. Poco a poco, los dos desconocidos con enormes mochilas en sus hombros parecían ser suficiente  atracción para un día cualquiera de enero a la siesta.
Hasta que las cuadras se pusieron medio cuesta arriba y las que eran diez parecían doscientos entonces empezamos a sentarnos en la primera vereda que tuviera escalones altos solo para poder levantarnos fácil y seguir caminando. Así llegamos hasta la plaza. Ahí plantamos bandera. Me negué a dar un paso más a las dos de la tarde en incierta dirección y con tantos kilómetros por delante (según la experiencia y cálculos basados en ella, si dijeron 4km bien podría haberse tratado de unos seis u ocho).
No volaba una mosca abajo de la sombra del árbol donde estábamos. Solo un auto blanco pasó levantando polvareda. Y al rato volvió, y entonces se paró en la esquina y toco bocina. Con Ale nos miramos sin entender de qué venía la cosa hasta que el vidrio polarizado se bajó y asomó la cabeza de una mujer de unos 40 años con cabello corto que nos preguntó para dónde íbamos. Y con solo esa pregunta nos refrescó la tarde cuando sin mucho más se ofreció gentilmente a llevarnos hasta la reserva. Si, después de la experiencia de hacer dedo sin mayor suerte que el ánimo de los automovilistas, alguien paraba y nos levantaba, sin hacer dedo. La suerte tenía que estar de nuestro lado.
La mujer había llevado minutos antes a su hijo al arroyo, cuyo espejo de agua parecía ser el entretenimiento para combatir el agobiante calor en la zona; y al vernos había dicho que si al volver seguíamos en la plaza, nos alcanzaría a donde fuéramos. Así fue como se detuvo y como minutos después estábamos rumbo a la reserva recorriendo los 6km que nos separaban de ella en auto.
Fue ella también quién nos contó de la terrible inundación que los azotó en 2015 destruyendo gran parte de la infraestructura que había para los campantes y de las viviendas de la zona. Tal el desastre que aún no habían logrado recuperarse y por tramos, conseguía verse entre la vegetación el dibujo caprichoso de un cauce de agua hoy inexistente que había cambiado de lugar árboles y rocas por igual, trazando un nuevo dibujo en la geografía puntana. Un dejo de tristeza y desolación nos inundó. Ella también nos contó que la reserva no contaba con zona de camping, luz eléctrica o cobertura de telefonía celular; pero que el guarda parques era un hombre muy accesible y que ayudaba a todos.
Y resultó que el guarda parques se llamaba Alejandro, y que también gustaba de dedicarse a la observación de aves. Así que me prestó su libro de Tito Narosky y prometió intentar estar al otro día temprano, para acompañarnos a hacer un recorrido antes de irse. 
Fue él quien corroboró la historia de la falta de comodidades para los visitantes y nos aclaró que el principal problema era la falta de luz. Pero aún así nos facilitó un lugar detrás de la construcción principal, junto  a la única canilla de agua potable, para poder acampar; así como el secreto de una pequeña trampa para poder dejar nuestras mochilas del lado interno de un cubículo cerrado por el lado de adentro, en la construcción principal.
Después nos acompañó hasta el inicio de los senderos y ahí nos quedamos, mirándonos y preguntándonos que hacer exactamente. Y como para no desaprovechar la ocasión decidimos recorrer un par de senderos de los que estaban marcados en el mapa en la entrada de la reserva. 



Cada tanto, se escuchaba un sonido serpenteante entre los pastizales que parecía acompañarnos y que nos quedamos sin saber que lo ocasionaba. Encontramos también, una tucuras bastante grandes que nos acompañaron un tramo hasta que desembocamos en un arroyo.




Ahí nos animamos, habíamos llegado esperando fotografiar aves de la región y sabíamos por experiencia que los causes de agua son lugares predilectos para ellos. Así que nos sentamos entre algunas rocas y esperamos... y esperamos... sin mayores resultados que ver desaparecer el sol tras el horizonte recortado por la montaña. Entonces volvimos a ponernos en movimiento, un poco más adelante bordeando el arroyo hasta llegar a los restos de la que podría haber sido una antigua vivienda de guarda parque. Cuando nos acercamos se escuchó un sonido lastimoso como el canto angustioso de un cacuy, y volví a escudriñar el cielo azul.  
El cacuy volvió a emitir su canto lastimoso. Me estremecí y empecé a escudriñar el follaje con particular interés. Alejandro seguía buscando bichos debajo de las rocas y entre las cortezas de los árboles muertos. Pero mis ojos buscaban alto. Destacó entre el montón un tronco seco terminado en punta. Acaso fuera mi imaginación, pero el sonido provenía de esa extraña rama a la que apunte con la cámara. Pero el bosque es mezquino con los profanadores y el embrujo del cacuy se rompió antes de que gatillara la toma. 
Volvimos costeando el cauce, saltamos de nuevo por sobre las piedras donde nos refrescamos y al llegar a la intersección del camino, decidimos volver bordeando otro de los senderos. Esta vez, el que se hundía en el bosquecito. El camino comenzaba a cerrarse sobre nuestras cabezas a medida que seguíamos el sendero y poco a poco la claridad del sol iba escondiéndose detrás de la cima de las montañas.



Había habido tormenta días atrás y bajo los árboles aún no se secaba totalmente el camino de tierra. A distancia prudencial, se escuchaba el crepitar de hojas que nos veía siguiendo entre los pastizales; mientras que desde lo alto del follaje, sentíamos el aletear de pájaros que no llegábamos a ver por lo frondoso de la estepa. Cuando logramos salir, volvimos al camino principal. Perderse al oscuro en medio del bosquecillo sin señal de wi-fi, cobertura de telefonía celular ni guarda parque en la zona, no parecía una buena opción.
Pasamos por un mirador de aves y decidimos intentarlo una vez más antes de darnos por vencidos e irnos sin ver nada significativo. El mirador en cuestión, consistía en una estructura de madera a modo de casilla, recubierto de plantas que parecía camuflarse con el paisaje. Ahí abajo nos sentamos un rato. Entonces, Ale apuntó a la pequeña laguna justo en frente del mirador y zas, capturó la nada despreciable instantánea de un enorme sapo.



Tal vez las horas amigables para las aves diurnas ya estaba tocando a su fin y nosotros estábamos demasiado cansados al momento de llegar ahí.
Al llegar a la entrada de la reserva, nos sentamos a conversar sobre que hacer. Atrás quedaba nuestro misterioso compañero del pastizal.
 El sol se iba rápidamente, estábamos solos y teníamos que armar la carpa. Solo una canilla con agua detrás de la edificación de la entrada nos consolaba con su gotera constante. No teníamos reserva de comida, acceso a luz eléctrica, señal de telefonía celular ni baño. Una pareja mayor paso caminando por la ruta y se detuvo asacar un par de fotos en dirección a la montaña a nuestras espaldas. Después emprendió el regreso no sin antes mirarnos con cierta curiosidad. No quedaba nadie a la vista en la zona.
Decidimos emprender el regreso antes de que la noche nos encontrara en medio de la nada. San Francisco nos había enseñado que caminar a la vera de la ruta en noche cerrada no era buena opción. Rápidamente armamos nuestras mochilas y yo arranque unas hojas de mi libreta de notas. Redactamos una carta al guarda parque agradeciendo su buena voluntad y el préstamo del libro que dejamos dentro de la instalación junto a la nota, antes de cerrar la puerta trampa que nos había dejado abierta (y que debíamos cuidar de no cerrar ya que desde afuera no podía ser abierta) definitivamente y empezar a caminar de nuevo. Rumbo a la parada de colectivo.



Sabíamos, el camino se nos presentaba largo desde la reserva hasta la plaza del pueblo y más si pretendíamos esquivar la noche. Así que empezamos a apurar el paso. La luz que se filtraba entre las rocas del horizonte era nuestro reloj. Solo nos detuvimos en un par de ocasiones a contemplar por última vez el dique y el estrago dejado por las inundaciones de 2015.
Y la mochila pesaba después de caminar tanto, y el cansancio no ayudaba… a pesar de que caminábamos lo más rápido que podíamos no éramos más que dos caracoles arrastrándonos a la vera de la ruta. Hasta que en un recoveco en la entrada de una propiedad había un cartel que anunciaba Hotel y sobre el cartel, una lechuza vizcachera. Así que decidimos detenernos a hacerle unas fotos y veo, algo sorprendida, que un matrimonio también le saca fotos, pero cada vez más cerca, como si no supiera a que distancia la lechuza va a espantarse. Era, a mi entender, el mismo matrimonio que minutos antes habíase acercado hasta la entrada de la reserva cuando nosotros estábamos aún sentados y luego se había alejado volviendo a bajar la cuesta.



Continué acercándome mientras sacaba fotos, hasta que nuestros colegas nos saludaron al pasar a su lado. Resultaron ser dos turistas canadienses. Solo el hombre, más bien bajito y delgado, con su gran barba blanquecina hablaba un español bastante cruzado, su esposa, una señora también delgada, solo hablaba francés. Porque eran canadienses, pero canadienses de Quebec.
Acaso uno piense que en tales circunstancias las conversación y el intercambio de historias es lo más extraordinario del encuentro. Pero no. Lo más extraordinario en  tales circunstancias es la velocidad a la que ese par nos llevó caminando de regreso. De repente, nosotros que veníamos languideciendo debajo del peso de las mochilas y los días de caminata sumados, nos vimos arrastrados a la maratónica velocidad del tranco de dos que además de un aspecto atlético, iban bien liviano, sin carga sobre sus hombros. Fue gracias a su compañía y su charla que el trayecto que se nos presentaba tan dificultoso, de repente fue rápido y entretenido. No recuerdo que antes hayamos nunca caminado tan rápido con las mochilas a cuestas. Ellos, según nos contaron, venían de conocer el sur y habían pasado unos días en Merlo, para luego volver a Canadá desde ahí. Nos contaron del frío aún en verano y de los carnavales de hielo. También de los campings en sus pagos y la gran cantidad de turistas que eligen esa modalidad de alojamiento. Ellos se alojaban en un hotel cuyos dueños eran hijos de inmigrantes italianos.
Fuimos bajando juntos hasta la callecita que desembocaba en la esquina de la Iglesia frente a la plaza. Ahí estaba el hotel de ellos. Ahí nos despedimos… no sin quedarme con la invitación del caballero para que algún día vayamos a visitar Quebec y conocer su ciudad. No sin quedarme con la cálida sonrisa de su esposa, que sin hablar una palabra de español, comprendió mi mirada cuando le dije que fue un gusto haberlos conocido.
Tomamos el último colectivo del día rumbo a la ciudad. El trayecto estuvo plagado de sueños… y en la noche, a lo lejos… un cacuy cantaba su melancólica despedida a la penumbra que anunciaba a las primeras estrellas.

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