Viajar liviano, para tener espacio para llenar la mochila de recuerdos... Latir y dejar que cada impulso nos lleve como la brújula de Sparrow, a cumplir los deseos más profundos de nuestro corazón. Descubrir y descubrirnos, es esta la experiencia.

Génesis: la creación de un viajero

Tandil, Buenos Aires, Argentina.

En el principio viajamos con nuestros padres. Tuve la suerte que desde pequeña mi papá se enamoró de la provincia de Córdoba y sus montañas. Tal vez de ahí me viene un extraño amor a las moles que desde la placidez de los siglos nos contemplan. No lo sé. Lo cierto es que mi madre aún hoy recuerda que con apenas tres años me subía sola a los escalones de los colectivos de larga distancia cuando acompañaba a mi hermana en algún viaje escolar. Y me portaba extrañamente bien para la edad: “porque ya te gustaba viajar”.
Tal vez por eso no podía ser por azar que la primera experiencia independiente de ellos empezara justamente en una montaña. Esta vez en las más viejas de Argentina, y por ende las más bajas… las de Tandil. 
Cuando Alejandro me lo sugirió como posible destino debo confesar que no sabía muy bien con qué me iba a encontrar. Recordaba haber marcado en el mapa de Buenos Aires las sierras de Tandil y la Ventana en la escuela, pero no mucho más que eso. Me gustaban porque eran fáciles de ubicar, porque son las únicas en provincia de Buenos Aires. De yapa saber que se hunden en los brazos del mar Argentino en Cabo Corrientes (Mar del Plata) debo confesar, no me era desapercibido. Que las formaciones rocosas se elevan en pretensión de tocar el suelo hundan sus pies en el mar no debe pasar desapercibido a nadie en realidad.
Sin embargo y más allá de eso, se planteaba como un destino tentador: relativamente cerca, dentro de Buenos Aires y con el atractivo de una nutrida historia como para aventurarnos a intentarlo. Porque también sabíamos que la zona era rica en historia, había sido escenario de la campaña del desierto y la presencia nativa así como sus leyendas bañaban el paisaje con brillo ancestral.
Había llegado a nuestros oídos la costumbre de que era buen destino elegido principalmente para Semana Santa. Con un interesante Vía Crucis que recorre uno de los cerros mientras en otro se puede visitar el Cristo del Cerro. Pero nosotros íbamos en pleno enero a buscar un encanto más allá del misterio de la fe.
La empresa, que aunque a muchos pueda parecerles sencilla en extremo, era para nosotros, en tanto primera experiencia, sumamente compleja de encarar. Ya lo ha dicho por ahí Cervantes:

"Como no tienes experiencia en las cosas del mundo, todo lo que tiene algo de dificultad te parece imposible".

Ahí radica principalmente la cuestión. Dar el salto de lo imposible a lo posible... en un cajón alguna postal me animaba a intentar. Marcar el trayecto en un mapa nos fue de gran ayuda, al igual que revisar los portales oficiales con información turística sobre actividades a realizar. Esto fue principalmente lo que nos dio una idea de tiempos de viaje y estadía estimada, de acuerdo a lo que nosotros queríamos visitar.


En la estación de servicio, el camino invita a continuar.

De oído tocábamos la piedra movediza, pero nos encontramos con más cuando nos metimos a indagar en la web. Nos enteramos que la original se había caído en 1912, y con ella la imagen de Juan Manuel de Rosas en la volteada. Es que al respecto, la cuestión de la caída no parece clara y la disputa se pierde entre los pliegues de la historia misma. Se divide entre una supuesta orden del Restaurador de las Leyes de tirarla abajo con la ayuda de dos bueyes, y  canteros molestos por la presencia de turistas que para evitarlos, no habrían visto mejor alternativa que erradicar el atractivo. Aunque tampoco pudo descartarse que al estar la piedra en movimiento, esta haya caído sola finalmente. Hipótesis que siguen sin explicar la caída de la mole de granito de unas 300 toneladas que hacían equilibrio sobre un vértice redondeado. En fin, la piedra original cayó cuesta abajo donde se quebró dejando vacío su trono en lo alto. Hasta que en 2007, una réplica ocupara el lugar emblemático.
Pero había otra piedra y otra historia en Tandil: el Centinela. Esta tal vez fue la que me resultó un poco más romántica, por decirlo de alguna forma. Según leí, se dice que Amaike (del mapuche agua clara o tranquila), la hija de uno de los caciques de la zona era tan bella como hábil jinete. Vivió ella la época de la Campaña del Desierto, al igual que Yanquetruz, proveniente de los bajos del Salado Bonaerense que bajó hasta Tandil escapando de la campaña y allí se enamora de ella. Pero Amaike fue capturada y llevada al Fortín, desde donde si bien aún maniatada logra escapar a las sierras, cae y muere en un arroyo ahogada. Por desgracia Yanquetruz no lo sabe, y la busca entre las sierras hasta que El Hacedor se conmueve y coloca su espíritu en la roca, para que continúe custodiando el amor más allá de la muerte.
Entonces, en Tandil había una piedra haciendo equilibrio cuya caída esta envuelta en misterio; y una leyenda de amor bañada en tragedia, mientras que desde la punta de otro cerro el Quijote mira el molino y lo encara en medio del viento con Sancho a la zaga. Porque sí, hasta Cervantes revolotea en el viento tandilense y solo de la mano fuerte de la siderurgia pudo poner sus pies en la punta del cerro para que siga combatiendo al aterrador molino, en la ciudad donde el viento manda.
 Tandil tenía todo para seducirnos. Y lo hizo.

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